Las mutaciones de una ciudad

Por Efraín Villanueva Arcos

En el lejano año de 1960, cinco años después que el huracán "Janet" destrozó mi ciudad natal que hoy se llama Chetumal y que en alguna ocasión se llamó Payo Obispo y en otra, más antigua, Chactemal, nos tocó ser testigos de grandes cambios en aquél pueblo caribeño de menos de diez mil habitantes. Como todo había quedado destruido, todo se fue renovando, el rostro de la ciudad se fue transformando de una villa caribeña con casas de madera del estilo colonial inglés a otra que buscaba una personalidad más moderna. Primero la reconstrucción se hizo en "la parte alta" de la ciudad, alejándose de la bahía, allí por el rumbo que luego los chetumaleños llamaríamos "las Casitas", por el tipo de construcción de pequeñas casas de madera. Quienes pudieron, reconstruyeron con bloques y cemento, pero los más levantaron nuevamente sus casas con la madera misma que nos dejó el ciclón. Luego llegó la "luz mercurial", que iluminaba calles y camellones, lo que permitía que los niños jugaran trompo y canicas, esconde-esconde y agarra-garra hasta deshoras de la noche. Llegó el agua potable, aunque casi todos seguimos consumiendo el agua de lluvia depositada en los curvatos hasta que no hubieron más carpinteros que reparasen esos enorme aljibes de madera, muchos de ellos construidos por Don Carlos Arcos. Se construyó la moderna escuela secundaria, máxima casa de estudios en esos años, que llevaba el nombre del Presidente de la República que tanto había hecho por Quintana Roo después del desastre que dejaran Margarito Ramírez y el huracán: la "Adolfo López Mateos".


Recuerdo que Chetumal se había recuperado notablemente y había un ritmo frenético de construcción y de negocios. En la calle 22 de marzo, ahora Carmen Ochoa de Merino (nombre de la esposa del Gobernador del Territorio en ese entonces), casi esquina con 5 de mayo, había surgido la paletería de Don Antonio Handall, quien había traslado su negocio desde Xcalak, población que resultó con mayores daños que Chetumal y que nunca más (así parece) se recuperaría. Frente a esa paletería estaba la próspera Casa Lucy Farah, que importaba organdí suizo y sedas francesas para que modistos como Rich Aguilar confeccionara los vestidos de las novias y las muchachas de la sociedad chetumaleña.

La Casa Marrufo estaba frente a Lucy Farah y eran los grandes surtidores de refrescos embotellados, aunque en la tienda de Don Pepe se vendían muchos productos para el hogar, como el azafrán que se compraba en pequeñas dosis y que se envolvía con toda solemnidad, como si se tratara de diminutas y amarillas hierbas milagrosas, y también se vendía la "Emulsión de Scott", que yo debía tomar interminablemente por el problema de asma que padecí después del "Janet", además del "Diario de Yucatán" que todos los días compraba para mi abuelo Marcelino.

Frente a Marrufo estaba la "Casa Villanueva", que también vivió sus mejores tiempos, sobre todo cuando fueron los concesionarios exclusivos de las bolas de queso "La Frisiana" que Don Iván importaba directamente de Holanda, o aquellos inolvidables chocolates ingleses "Pascal" que se vendían en grandes tabletas y que eran los favoritos de mi hermanita, o bien los perfumes y talcos "Bond Street" que eran los seleccionados por las damas casaderas que se habían ido a estudiar a Belice.

El "Chato" Amar, otro libanés, cuya tienda según recuerdo estaba en la confluencia de la 22 de marzo con avenida de los Héroes, se ocupaba personalmente de medir cuidadosa y meticulosamente los metros de finos casimires y alpacas inglesas que uno nunca podía usar en Chetumal porque eran de lana 100 por ciento, pero que cuando me fui a estudiar a la ciudad de México fue la gran oportunidad de estrenar esas finas telas. Sobre la misma 22 de marzo, cerca de la casa de los Córdova, estaba la tienda del "gallego" García, El Paso, donde podía uno ir a comprar Ovaltine o Cocoa para preparar una espumosa bebida con leche evaporada "Rainbow", y entonces hacer "chuc" con el pan bon del "Griego" previamente untado con mantequilla danesa "Dos manos" o la australiana "Wood Dunn Dairy Maid" que todos identificaban como la de etiqueta azul.

Frente al Chato estaba la "Casa Aguilar", que llegó a ser de las más prósperas y mejor surtidas; allí había de todo, era una gran miscelánea y además ocupaba una esquina memorable porque allí estuvo el gran reloj que destruyó el "Janet" y un poco más allá el cine Teatro "Juventino Rosas", que también fue derrumbado por aquella furia. No estuvimos mucho tiempo sin cine, pues el pujante gobierno del territorio construyó el Teatro "Manuel Ávila Camacho" en la calle 22 de enero, junto a la "Nevada". Acostumbraba yo acudir puntualmente al matiné que los sábados organizaba Don Willy Guegg, un irlandés (o quizá escocés, porque dicen que sabía del buen whisky) quien, a la mitad de la función, interrumpía la misma para rifar una caja de leche "Rainbow" entre todos aquéllos que acreditaran tener unas veinte o treinta etiquetas con el arcoíris y el paisaje holandés, que eran el pase a la rifa.

Sobre la Avenida Héroes prosperaron negocios envidiables. Cuenta el "Bandido", cuyo palacio de pelucas competía con el de junto por la cantidad de información que allí siempre se ha proporcionado, que cuando se animaba a salir a comprar alguna herramienta a la casa Abuxapqui, tenía que pasar saludando a todos sus amigos comerciantes. Saludaba en la Casa Mólgora y veía las últimas curiosidades, la Casa López que tenía las revistas y los instrumentos musicales, compraba su billete de lotería en Casa Vargas, y aún pasaba por la Casa Namur, la Casa Onofre y la Casa Baroudi, entre otras más. Dos horas le llevaba la travesía, sólo de ida, porque luego regresaba por la acera de enfrente y esa era otra ruta: allí saludaba en Casa Eljure donde practicaba su árabe, Casa Rossi, Almacenes Cheluja, se tomaba un café en la esquina de Chikiri y cruzaba enfrente para escuchar las noticias de labios de los Camín. Todos eran amigos, todos se conocían.

En 1965, en el auge comercial de la zona libre, dejé Chetumal para irme a estudiar a la capital, pero atrás quedaba una ciudad donde todos parecían prosperar, todos vendían productos importados, primero fue para el consumo de los chetumaleños, pero luego para una cauda de clientes cada vez mayor. La avenida de los Héroes era como una pequeña Quinta Avenida neoyorquina: uno podía hallar de todo, desde los más sofisticados aparatos electrónicos hasta las telas más finas y las curiosidades más exquisitas provenientes de China o el Medio Oriente.

Fue el tiempo cuando las fiestas de quince años se hacían con abundancia de whisky, de ron jamaicano y de champaña: mínimo de botella por mesa. Inclusive, los ricos del pueblo, cuando de verdad querían impresionar, ofrecían licores nacionales, que entonces eran los caros, y venían los mejores conjuntos beliceños como Lord Rhaborn Combo, los Profesionales de Jesús Acosta y hasta los Aragón llegaban (los de Mérida, no los de Cuba) para amenizar las fiestas del pueblo.

El rostro de ese Chetumal importado se transformó cuando el gobierno federal decidió abrir el país todo a la importación, cuando llegaron la liberación de los mercados, la desregulación y la privatización, los tiempos del neoliberalismo dicen. Chetumal perdió entonces el privilegio que tenía con La Paz, en Baja Sur, de ser paraísos de productos importados desde los tiempos del perímetro libre, cuando ambos eran territorios federales. Pocos, sino es que ninguno, de los hijos de los comerciantes de entonces, que hacían de la avenida de los Héroes y del centro de la ciudad toda una aventura comercial, han sobrevivido a las nuevas realidades mercantiles. Esa avenida y las calles aledañas del centro están llenas hoy de zapaterías, de ropa barata, de venta de baratijas y chácharas, con sus honrosas excepciones.

Las ciudades, como los virus, van mutando. Ahora es el pretexto del bicentenario y el centenario de la Independencia y la Revolución respectivamente, para que aparezcan nuevas plazas y espacios públicos, nuevos pliegues para la faz de la ciudad. Hoy tal parece que las autoridades municipales quieren darle otro rostro a la Avenida de los Héroes, la arteria principal. Desconozco el proyecto, pero sé de la existencia de una incipiente organización ciudadana que se opone al mismo. Es cierto que las nuevas generaciones, los hijos de aquéllos comerciantes de la zona libre y muchos de los nuevos habitantes de la ciudad que sin haber nacido aquí le tienen cariño a esta tierra hospitalaria, tienen que plantearse otros escenarios para la ciudad capital del Estado, y en general para el sur de la entidad, para el municipio Othón P. Blanco. Me parece que es tiempo de recordar las hazañas que se han escenificado aquí, como haber derrotado a la malaria, que era endémica en la zona, y no temer a los nuevos virus. Es tiempo de hacer una planeación participativa para el sur.

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